No avisó; vimos sólo su mudanza.
No nos dejó un mensaje: suspiró lentamente.
¿Por quién? Ya poco tiempo le quedaba
para que lo dijese.
Calor no había en ella si brillaba el estío,
ni el frío parecía atormentarla
aunque sobre su pecho, tozuda, lentamente,
se formase la escarcha.
Fue solitaria, pero se olvidó de su miedo
aunque toda la aldea la contemplaba entonces;
en gravedad lejana se mantuvo
y miraba a los ojos.
Y luego, ya ajustada igual que una simiente
en la tierra dispuesta con cuidado,
hasta la perdurable Primavera,
cuando impedía sólo un leve barro
su cálido retorno, si ella quería; cuando
implorando emprendimos el camino,
la invitación no quiso aceptarnos: fue como
si nunca nos hubiese conocido.
Emily Dickinson
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